Cuando por fin ocupamos la casa que habíamos comprado y la antigua dueña nos entregó las llaves preguntamos ¿qué es eso? ; nos referíamos a ella, una perrilla de cola retorcida, mezcla de pekinesa y perro callejero con manchas blancas y marrones, pero ni siquiera el blanco era blanco.
– Pues no sé, no es mía, un día entro en el jardín y se quedó, pero no es mía y no me la llevo – dijo mientras se alejaba con su flamante pastor alemán.
– Y ¿qué hacemos con ella? –
– Pues lo que queráis, llevadla a la perrera… –
Me quedé mirando aquel pequeño engendro, ¡no la quiero! Le dije a mi marido (yo era nueva en la experiencia de tener animales) “y qué quieres, ¿llevarla a que la maten? “, ” ¡No!, Por favor no”. Y fue así como se quedó a vivir con nosotros. La llamé Fea, la razón, es evidente.
Fea no solo era fea, también era antipática y algo estúpida. Tenía carácter de perro callejero, un enorme instinto de supervivencia y egoísmo a raudales. A pesar de ello, nuestro perro Balú, un hermoso pastor alemán, el más noble animal que haya existido jamás, se enamoró inmediatamente de ella; un amor imposible debido a las diferencias de tamaño… se hicieron amigos, los mejores del mundo.
Pero aún faltaba una sorpresa, Fea ¡estaba embarazada!. Sufríamos pensando en lo que podríamos hacer con sus futuros hijos: si eran tan feos como ella, nadie los íba a querer. Fea, muy independiente, desapareció un día. La encontramos en un hueco, entre las frondosas ramas de una planta del jardín, junto a ella, tres preciosos cachorrillos de orejas largas y caídas. Enseguida encontramos un hogar para ellos, donde nos consta que son muy felices (solo dos, a uno, pobrecito, lo atropelló un coche).
Pasaron los años y Fea solo quería a Balú, y a mí… un poquito. La relación con Gabi era más que mala, a pesar de que era precisamente él quien la bañaba, la cuidaba y le daba de comer.
Cuando nació Manena, se la “presentamos” a Balú y Fea. Balú la olisqueó y se puso contento, Fea actuó con indiferencia. Después nació Bárbara y fue igual. Pero Bárbara, al igual que Balú, quiso inmediatamente a Fea: quizás porque era pequeña, quizás porque se lo comía todo, como si fuera a faltarle la comida en cualquier momento, a mi bebé le hacía gracia llamarla con su pobre vocabulario y una galleta (o cualquier cosa) en la mano para dársela. Con el tiempo, se hicieron amigas y dejó a mi hija hacerle lo que no le dejaba hacer a nadie: ponerle sombreros, taparla con sabanitas, como si fuera una muñeca…
Los días que venían niños a casa – cosa que ocurría muy a menudo – Fea se ocultaba en un rincón y ¡cuidado si alguno intentaba molestarle!. Balú era todo lo contrario, adoraba a los niños y se dejaba hacer cualquier cosa sin gruñir jamás.
A pesar de eso, todos la queríamos. A medida que íba perdiendo dientes, los bocados más tiernos eran para ella. Gabi, que decía no quererla, le compraba comida blanda.
Cuando entrábamos con el coche, ella siempre salía un ratito a la calle, a veces, en un despiste la dejábamos fuera. Era fácil saber cuando había ocurrido eso, pues Balú, como un amante andaluz, se quedaba pegado a la verja, mirándola a través de los barrotes, hasta que nos dábamos cuenta y abríamos para que entrase de nuevo. Fea era libre de quedarse o partir, siempre eligió vivir junto a nosotros y siempre tuvo cariño y comida en casa.
Un día se pinchó con algo y la herida se infectó. Se puso muy enferma y se marchó para siempre… No hemos dicho nada a las niñas, ni a Balú. Últimamente se habían acostumbrado a verla poco… desde que estaba enferma. Bari sale a veces con un trocito de pan en la mano, gritando por el jardín ¡ Fea, Fea! , solo tiene dos años. Manena pregunta, ya tiene cuatro, y le hemos contado que está en una clínica de animales, porque allí la cuidan mejor. Balú está perdido, huele a todos los que entran en casa como si buscase un resto del olor de su amiga.
Nunca supe su edad, pero vivió casi siete años con nosotros. Adiós, Fea, guapa.