En un pueblo de la provincia de Málaga, residía hace tiempo un matrimonio con dos hijos: Fernando, de nueve años, y Alfredo, de siete. Estos dos niños estaban tan unidos por el amor fraternal, que ni en el colegio, ni en su casa, ni en sus juegos se los veía nunca separados.
A pesar de esta unión, sus caracteres eran muy distintos. Fernando era obediente, juicioso y aplicado. Alfredo, por el contrario, era bastante desaplicado, algo desobediente y muy distraído. Por este motivo, Fernando tenía en el colegio el reconocimiento de su maestro y de sus condiscípulos, y Alfredo, en cambio, recibía algunos castigos y no pocas amonestaciones.
Llegó la onomástica de Rafael, un compañero de colegio, cuya madre, señora de gran refinamiento y muy amante de los niños, tuvo el gusto de convidar a una comida a todos los compañeros de clase de su hijo para celebrar sus buenas notas alcanzadas en los últimos exámenes. Sabiendo la señora que Fernando debía ser uno de los convidados, y que disfrutaría poco si Alfredo no le acompañaba, mandó recado de invitación para los dos hermanos.
Por la mañana, y tras tomar un espléndido desayuno preparado con gran exquisitez por la madre del anfitrión, que fue muy celebrado por los jóvenes comensales, se reunieron todos los invitados en el jardín de la casa, donde pasaron muy bien el rato corriendo y jugando.
Llegada la hora de comer, llamaron a los niños y los colocaron alrededor de una gran mesa, donde les sirvieron los más excelentes manjares. Todos aquellos niños, excepto Alfredo, lucían en su pecho el premio concedido a su aplicación y comportamiento.
Al terminar la comida, la señora de la casa tuvo para sus pequeños invitados cariñosas palabras de alabanza y estímulo. Al fijarse en Alfredo, le preguntó a qué se debía el no haber obtenido ningún premio. El niño se encogió de hombros, y hasta se atrevió a contestar que el maestro le quería mal.
– No es así, señora -intervino Fernando-. Aunque se trata de mi hermano, creo que es obligación mía decirle a usted que a Alfredo no le dan buenas calificaciones porque se pasa todas las horas de la clase incordiando a sus compañeros, impidiéndoles estudiar y hacer sus deberes, y murmura de ellos con frecuencia, imputándoles ante el maestro travesuras que no han hecho. Además no tiene libros de estudio porque los ha perdido, y tiene muy disgustados a nuestros padres, que lo han castigado muchas veces.
Alfredo bajó los ojos, avergonzado, y la señora, haciéndose cargo de la aflicción del niño, le dijo amablemente:
-No está bien eso que has dicho. El maestro os quiere a todos lo mismo, y su mayor deseo sería poder premiar a todos y no tener que castigar a ninguno. Tu hermano y tus compañeros, por haber estudiado mucho, disfrutan de la satisfacción del deber cumplido, y tú sufres las consecuencias de tu falta de aplicación. Sé que eres bueno e inteligente; si desde ahora mismo te propones firmemente seguir el ejemplo de tu hermano, verás cómo el año próximo asistes a esta fiesta luciendo méritos iguales a los de tus compañeros. Y ten por seguro que todo esfuerzo que hagas ahora por saber más, tendrá al final su justa recompensa.
Tanta impresión causaron en Alfredo estas palabras, que en aquel mismo momento hizo el propósito de corregirse y prometió enmendarse, lo que le valió un cariñoso beso de aquella señora.
Y tal fue su empeño y constante afán por distinguirse en los exámenes venideros, que, al año siguiente y en igual día, pudo sentarse muy ufano en la misma mesa, ostentando en su pecho un premio de sobresaliente de los primeros que se concedieron.
Entonces fue cuando aquella buena señora le sentó a su lado, le colmó de besos y elogios y le regaló una magnífica cartera con sus iniciales para que conservara en ella el certificado de su brillante examen.
Cuando Alfredo llegó a ser hombre, decía a todo el mundo que tenía y adoraba a dos madres: la suya y la de su compañero y amigo Rafael.