Homo Sapiens se baja de la cruz
y es largo el día, y
más larga la noche muerta,
y el sueño de unos labios largos, infinitos,
que dicen lo angosto y lo lejano
de los que invaden la presencia.
La muerte vela-vela y
mi cuerpo me mira soslayado,
porque está lloviendo tinta
de todos mis poemas.
Está lloviendo el sol, también el alma,
del Homo Sapiens que se ha suicidado
en todas la regiones de lo humano.
Debe ser mi mano que escribe
todavía en la ventana.
Es el Narrador que huye
en una escoba de su alma.
Debe ser el ser humano
que odia al ser humano.
Debe ser Ajeno
que se baja de la cruz por una soga.
Debe ser la muerte mía,
prestamista del odio,
usurera de Dios que hipoteca ya
la amante por venir.
Debe ser el monje
que vota el hueso de Dios en una urna.
El monje concejal,
el monje senador, el rico,
el monje demokrático del Hades:
relojero del camello muerto,
amigo del poder en una jaula.
El monje que escribe
y leguleya por mi muerte:
sonata fúnebre,
epitafio de Chopin.
¡Estoy andando!
El Homo Sapiens
ha puesto su muerte
en los primeros palcos de los hombres.
La silla eléctrica relumbra
en medio de los besos. Y
relumbra la bomba atómica
en medio del orgasmo.
El monje ha edificado
demokráticamente
la guillotina contra el cielo:
pasa Marat, pasa Clinton,
pasa Dios clavado en una escoba.
Pasan los cerdos atravesados por una vara.
Todo funciona.
Todo es bello.
Los hombres regalan peces a sus mujeres.
Los monjes pican
las lenguas de las amantes
para que haya silencio en medio
de los templos.
El pueblo grita.
El pueblo vota.
Dromedario de Dios
el pueblo fornika.
Alguien debe estar escribiendo
mi epitafio.
¡Estoy andando!